
No todos los directores de cine logran tener una identidad propia, con una filmografía que puede reconocerse de lejos. El caso de Guillermo del Toro es excepcional. Su notoriedad comenzó a principios de los noventa, con Cronos, que ya le introducía en el mundo del terror y jugaba con el vampirismo, además de iniciar su relación profesional con Ron Perlman, quien se convertiría en su Hellboy, en las dos películas que consolidaron su fama internacional, allá por mediados de la década de los 2000. En España, obviamente, su trabajo más querido y recordado siempre será El laberinto del fauno, que obtuvo 13 nominaciones a los Goya en 2007, llevándose 7 estatuillas a casa. Hablar de la extensa carrera del director y guionista mexicano es hablar de monstruos, todo tipo de formas de terror y fantasía. Su lista de colaboraciones es imposible de encuadrar en pocas palabras, yendo desde participar en el guión de las adaptaciones de El Hobbit, de Peter Jackson, hasta la dirección junto a Hideo Kojima en el videojuego P.T.
Hay que tener toda su carrera en cuenta porque, de una forma u otra, el Frankenstein del que hoy hablamos es fruto de toda esa trayectoria. Y es que en varias ocasiones ha dejado claro Guillermo del Toro que ha estado preparándose para este momento toda su carrera, así que la pregunta es necesariamente si ha estado a la altura o no. La respuesta corta es sí, la respuesta larga es la que hemos venido a responder.
No me atrevería a llamar a esta película "adaptación" sin más. El público general hoy día, desgraciadamente, no habrá leído la obra original de Mary Shelley, y eso hace que sea más difícil saber lo que la audiencia espera. Frankenstein es un nombre que pertenece ya a la cultura popular, pero habitualmente esto lleva a que sea tergiversado. No vamos a entrar en la cuestión de que siempre habrá quien piense de antemano que es el nombre de la criatura, y no del científico que le da vida. Que sea algo tan conocido pero a su vez tan mal conocido, es lo que permite que Guillermo del Toro pueda haber tomado una decisión arriesgada: reescribir la obra de Mary Shelley.

Pareciera que del Toro se haya sentado con Byron, Polidori y Shelley en Villa Diodati, en aquel lejano 1816, para alimentarse de su espíritu romántico y proponer su propia visión, personal y cercana que encaja con su carisma como guionista y director. Todos los personajes pasan por una reescritura casi completa, y quedan elementos básicos, además de escenas que antes no se habían usado, quizás precisamente porque nadie había contado esta historia de la forma en que a Guillermo del Toro le interesaba. Estamos ante un drama familiar, humanista y alejado del punto de vista que podría tener Shelley en su época y circunstancia, por lo que tiene todo el sentido del mundo que del Toro no intente hacer lo que ella hizo, sino tomar su espíritu e intentar crear algo más honesto consigo mismo.
Oscar Isaac es su Víctor, uno que ahora tiene mucho más trasfondo y una historia familiar compleja, que explica por qué es un científico atormentado por la idea de la muerte. Villano involuntario de su propia historia, el Víctor de esta reescritura es víctima de sus traumas y complejos, atado a un narcisismo que le lleva a rozar la locura, un estado mental que Oscar Isaac representa a la perfección, hasta el punto de crear un personaje absolutamente verosímil. Su contraparte, la criatura, interpretada por Jacob Elordi, es el tipo de actuación que deberá ser reconocida en la temporada de premios. Siempre se habla de que el esfuerzo físico que supone una transformación de maquillaje tan completa, llegando a necesitar 12 horas diarias de preparación, suele impulsar las candidaturas; en este caso, eso es lo de menos, el premio está en que Elordi ha sabido trasladar una nueva delicadeza a una criatura que ya habíamos visto en multitud de ocasiones, y pertenece a un imaginario colectivo, pero que nunca habíamos visto así.
La criatura de Guillermo del Toro es más humana que los propios humanos que la rodean, y es el catalizador de un mensaje de entendimiento y comprensión entre huamanos que a día de hoy es más necesario que nunca. Inspirada en la estatua de San Bartolomé, en Milán, es una criatura a la que vemos en carne viva, como si estuviera desollada, y que produce una sensación que nunca antes había sido transmitida en una obra de Frankenstein. Nadie puede comprender el dolor que debe llevar consigo, en un mundo donde sólo tiene a su padre, y éste representa la violencia de la incomprensión y el maltrato. A veces parece que el mundo es un lugar en llamas donde todo son batallas y discusiones, y esto unido a la desconexión de nuestro lado humano que las nuevas tecnologías están trayendo, consigue que nos hayamos olvidado de algo esencial: comunicarnos.
El personaje de Elizabeth, que no tiene prácticamente nada que ver con la Elizabeth de Mary Shelley, cobra vida gracias a una Mia Goth que no deja de crecer en cada trabajo que hace. También interpreta, y no por casualidad, a la madre de Víctor. Este es un cuento familiar, un melodrama mexicano, que decía Oscar Isaac. Y en ese sentido, toda la película gira en torno al trauma familiar del doctor Frankenstein, que une todas las piezas a través de la muerte de su madre, su relación con su padre, su maltrato hacia la criatura, quien es su hijo, y Elizabeth, quien representa el amor que él una vez tuvo pero no puede volver a él, no en ese estado mental.

La escena de Frankenstein despertándose tras crear a la criatura, pensando que ha fracaso, para encontrarse con ella a los pies de la cama, es el momento decisivo en el que se decide el destino del doctor. Ese halo de esperanza, como si hubiera podido dar a luz al hijo que curará sus heridas paternales, es el único momento en que parece recobrar la ilusión. Sin embargo, la falta de un entorno comprensivo y que alimente esa ilusión, le hace imposible cambiar su destino.
Quizás Netflix haya "sobreproducido" unos efectos especiales prácticos que no necesitaban tanto retoque y postproducción, y la cinta se hubiera beneficiado de un estilo más "sucio" y real. A su favor, hay que reconocer que la mayoría del público disfrutará más de ese estilo impecable que rodea a toda la estética de la película, y que sigue al pie de la letra el espíritu romántico, entre la fantasía y lo lúgubre, de Guillermo del Toro. Cargada de simbolismo en su diseño de producción, llegano incluso a homenajear al gran Stanley Kubrick y su inabarcable Barry Lyndon. Es imposible no reconocer que la magnitud de esta película habría sido imposible sin una gran financiación detrás, y pocos o ningún estudio habrían corrido el riesgo con una distribución clásica.
Desde el momento en que se desmarca de la obra original para crear la suya propia, juega en otra liga, y consigue ganarla por goleada. Es una representación de Frankenstein imposible de copiar, que nadie más podría haber hecho, y que aporta al cine actual un mensaje y un valor que vencerá al paso del tiempo.